Estandarte del "Marquesado de Arenoso"
PARTE I: El viejo
puente de Arenosillo
Entre sorbo y sorbo de tinto con gaseosa de limón, chorreón
de vermut y cubitos de hielo hechos con agua del Yeguas, me encontraba en ese
tranquilo paraje de mi Marquesado que es el puente viejo de Arenosillo; alguna
que otra serpiente de agua a la caza de esos pececillos que se quedan aislados
en las charcas, el canto de algunos de
los pocos pájaros que aún quedan en mi feudo, o bien las interferencias que se
producían en mi aparato receptor de radio, eran algunas de las pocas cosas que
distraían mi atención.
Cuando caía
relajado en la toalla de baño, que a modo de cama tenía puesta entre el sol y
la sombra que majestuosamente proporciona la caída de la tarde, el citado
puente viejo, quiso la casualidad que,
entre interferencia e interferencia, y cuando a punto estaba de tirar el
aparato de radio a la charca, que oyera o, mas bien, entreoyera, el nombre de
Montoro; y de momento se me vino a la cabeza la huelga en la residencia de
ancianos, la solución definitiva al trazado de la autovía, o bien el uso de las
aguas del Yeguas. Entonces sintonicé, porque también me interesan las noticias
sobre los vecinos de mi feudo, y pude darme cuenta de que no se trataba de nada
de aquello, que esta vez, las ondas invasoras de mis dominios, no me remitían a
nada de lo que hasta entonces yo estaba acostumbrado.
Era una voz
un tanto diferente, que decía estar realizando pruebas de lo que sería Radio
Montoro. Rápidamente y tras apurar mi ultimo sorbo de tinto, sequé las
sulfatadas gotas de agua que aún quedaban por mi cuerpo, y tras vestirme, cogí
mi caballo, atravesando el arroyo, me dirigí hacia mi castillo; y sin ningún
tipo de pausa, entré a todo galope por el patio de armas; los mozos de cuadras
que allí se encontraban, cogieron mi caballo, del que yo bajé de un salto
limpio, y subiendo los escalones de tres en tres, me encaramé en poco segundo
en la torre mayor. Desde allí, y a través de mi sintonizador de radio, busqué y
rebusqué por toda la banda de frecuencia modulada, con un resultado infructuoso.
Por ningún lado aparecía aquella voz que, momentos antes yo, el Marqués de
Arenoso, había oído, bajo el puente viejo de Arenosillo…
Parte II: Gran misterio
Retrepado en la butaca, pensaba
en la mala jugada que me habían tramado los duendes de Arenosillo, con los que
tanto mis antepasados como yo, hemos mantenido y mantenemos, una dura lucha por el poderío del
Marquesado, ¡pero no podía ser! A través de los tiempos, siempre que los
duendes ganaban una batalla, el eco y la resonancia de sus carcajadas se podían
oír cerca de Algallarín.
¿Qué podía ser, entonces? Sin
pensarlo dos veces, conecte el sistema de megafonía del castillo y convoque en
la sala de reuniones a la plana mayor de
mi séquito; tras la narración de los hechos que me habían acontecido por la
tarde, hubo expresiones de cara para todos los gustos; era lógico, ni los mas crédulos
de los allí reunidos podían admitir que en Montoro operara una emisora de
radio. ¡Pero yo lo había oído y tenia que descubrir el misterio!!
Cercana la media noche, me
disfrace de persona normal y dispuse todo para desplazarme hacia el vecino
Montoro e investigar; en tan ardua tarea me acompañaría Dorimisac, experto en
materia de armamento y jurista donde los haya. Me despedí de Manele, Marquesa
de Arenoso por vía consorte, y, campo a través
para no despertar sospechas, nos perdimos en la oscuridad de la sierra
montoreña; una vez ganada la cota de la piedra del Águila, atravesamos las
cristalinas aguas de Arenosillo por la pasada del chaparro, nos adentramos en
el olivar, y subiendo hasta Santa Brígida, rápidamente nos acercamos hasta los
aledaños de la Alcaparra ;
cruzamos la carretera y, río arriba, llegamos al puente de las Doncellas.
Algún que otro coche se cruzaba
con nosotros, y pudimos comprobar que nuestro disfraz era perfecto: no levantamos
sospechas de ningún tipo. Por la
Redonda arriba, llegamos hasta las Herrerías, zona muy
concurrida, entonces, por la gente joven. Y, haciendo lo que todo el mundo
hacía: pedir en el mostrador de un moderno mesón, con poca luz y mucho jaleo,
un vaso de aquellos de cristal, muy largo y con un liquido oscuro, casi negro.
Dorimisac me miro sorprendido, un
grupo de jóvenes, al lado nuestro, comentaba las pruebas de cierta emisora de radio
pero no lo oíamos bien; escuchábamos mejor a Loquillo confundirse con Gabinete
Caligari, en las brumas de la noche. Pero Dorimisac, que por algo era jefe de
protocolo en el Marquesado de mi propiedad, haciendo una vez más alarde de su
don de gentes, empezó a hablar con aquel
grupo de jóvenes, antes de que yo pudiera darme cuenta. Temí lo peor, pues, en
nuestras escasas salidas del Marquesado,
los contactos eran mínimos con otras gentes y pocos, muy pocos, a excepción
de los duendes y de algún otro soñador, conocían de nuestra existencia.
Pero no, inmediatamente nos
pusimos a la altura que la situación requería… Para entonces, Gabinete Caligari
había sido derrotado por Loquillo, y los Inhumanos ocupaban el lugar de
aquellos, aunque, a duras penas.
-¿No sois de aquí? –preguntó una
bella doncella, enfundada en un pantalón vaquero, camiseta negra de tirantes, y
sujetando con su mano uno de aquellos vasos largos de cristal, que nosotros también
estábamos bebiendo, y que mas tarde pudimos saber que los llamaban cubalibres.
-No, -respondí yo con tono
cordial- somos viajantes.
-¿Y qué vendéis? –apostillaron
los allí reunidos.
A lo que Dorimisac, firme y
seguro, respondió:
-No vendemos nada; somos
viajantes del mundo.
-Será viajeros, -matizaron-, pero
no lo parecéis.
-Pues, como queráis, somos viajeros, viajeros a través del tiempo.
Por segunda vez creí que se nos había
descubierto, pero uno de los allí presentes exclamo:
-¡No le hagáis caso, están
borrachos!
Nuestra hipotética borrachera nos
había salvado de que aquellas gentes nos acribillaran con sus preguntas.
Pero, claro, nunca todo sale bien; Dorimisac me señaló con la vista hacia la parte superior de uno de los mesones, y en sus luces avioletadas, pude, a duras penas, ver algo que estaba viéndose por la pared. Volví a mirar a Dorimisac y éste afirmó con la cabeza. Ya entonces pude comprobar con cierto asombro, cómo tres pequeños duendes no nos perdían de vista. El reloj de la torre anunciaba las dos de la madrugada y poca gente quedaba ya en la calle... Ya tampoco salia música de los mesones y los dos mirábamos a los duendes que, encaramados allá arriba, no dejaban de hacer lo mismo con nosotros; nos quedamos solos, sin saber qué hacer, entonces, armándome de valor, me puse en pie y con voz firme y segura dije:
-"Duendes de Arenosillo, yo, el Marqués de Arenoso, os reto a un duelo singular".
Tras esto, uno de los duendes, que debía aparentar algo más de quinientos años, se puso de pie y dijo.
-No, Marqués. Nosotros somos duendes y, a través de los siglos, nuestra misión ha sido siempre la de hacer posible lo imposible, fácil lo difícil y real lo irreal.
-Entonces, ¿por qué nos habéis seguido hasta aquí? -preguntó Dorimisac-
el mismo duende y en el mismo tono moderado contestó:
-"No os hemos seguido; creemos estar aquí por la misma razón que vosotros".
-¿Como que creéis, vosotros que siempre lo sabéis todo, cómo es que en esta ocasión solo "creéis"?
-pregunté-
-Sí. Efectivamente, en esta ocasión no tenemos más remedio que creer -continuo el duende-, mientras iban descendiendo desde la atalaya donde se encontraban, e iban acercándose hasta donde estábamos nosotros. Por un momento sentí verdadero nerviosismo; nunca había estado tan cerca de un duende. Los había visto y oído muchas veces en el marquesado, pero jamas a tan poca distancia y en tono de acercamiento.
-En la tarde pasada -continuó el duende- uno de nuestros compañeros se disponía a interceptar las ondas de radio aficionados que hablan entre sí, cuando, según él, sintonizó una emisora en la frecuencia modulada, que dijo llamarse RADIO MONTORO.
En eso momento se me quitaron todos los nervios que me producía la presencia de los duendes y sonreí; bueno, más que sonreír, tengo que confesar que solté varias carcajadas, que hicieron retroceder a los dos duendes que acompañaban al que hasta entonces había hablado.
-¿Qué ocurre? -preguntaron los duendes-, a lo que, mientras yo me seguía riendo, Dorimisac respondió que, efectivamente, no debían de creer, ya que la empresa que los había transportado desde el marquesado hasta el vecino Montoro, era la misma para todos: la de averiguar si, en efecto, se había instalado una emisora de radio en el pueblo.
Pero, claro, nunca todo sale bien; Dorimisac me señaló con la vista hacia la parte superior de uno de los mesones, y en sus luces avioletadas, pude, a duras penas, ver algo que estaba viéndose por la pared. Volví a mirar a Dorimisac y éste afirmó con la cabeza. Ya entonces pude comprobar con cierto asombro, cómo tres pequeños duendes no nos perdían de vista. El reloj de la torre anunciaba las dos de la madrugada y poca gente quedaba ya en la calle... Ya tampoco salia música de los mesones y los dos mirábamos a los duendes que, encaramados allá arriba, no dejaban de hacer lo mismo con nosotros; nos quedamos solos, sin saber qué hacer, entonces, armándome de valor, me puse en pie y con voz firme y segura dije:
-"Duendes de Arenosillo, yo, el Marqués de Arenoso, os reto a un duelo singular".
Tras esto, uno de los duendes, que debía aparentar algo más de quinientos años, se puso de pie y dijo.
-No, Marqués. Nosotros somos duendes y, a través de los siglos, nuestra misión ha sido siempre la de hacer posible lo imposible, fácil lo difícil y real lo irreal.
-Entonces, ¿por qué nos habéis seguido hasta aquí? -preguntó Dorimisac-
el mismo duende y en el mismo tono moderado contestó:
-"No os hemos seguido; creemos estar aquí por la misma razón que vosotros".
-¿Como que creéis, vosotros que siempre lo sabéis todo, cómo es que en esta ocasión solo "creéis"?
-pregunté-
-Sí. Efectivamente, en esta ocasión no tenemos más remedio que creer -continuo el duende-, mientras iban descendiendo desde la atalaya donde se encontraban, e iban acercándose hasta donde estábamos nosotros. Por un momento sentí verdadero nerviosismo; nunca había estado tan cerca de un duende. Los había visto y oído muchas veces en el marquesado, pero jamas a tan poca distancia y en tono de acercamiento.
-En la tarde pasada -continuó el duende- uno de nuestros compañeros se disponía a interceptar las ondas de radio aficionados que hablan entre sí, cuando, según él, sintonizó una emisora en la frecuencia modulada, que dijo llamarse RADIO MONTORO.
En eso momento se me quitaron todos los nervios que me producía la presencia de los duendes y sonreí; bueno, más que sonreír, tengo que confesar que solté varias carcajadas, que hicieron retroceder a los dos duendes que acompañaban al que hasta entonces había hablado.
-¿Qué ocurre? -preguntaron los duendes-, a lo que, mientras yo me seguía riendo, Dorimisac respondió que, efectivamente, no debían de creer, ya que la empresa que los había transportado desde el marquesado hasta el vecino Montoro, era la misma para todos: la de averiguar si, en efecto, se había instalado una emisora de radio en el pueblo.
PARTE III: El misterio comienza a desvelarse
¿Pero, qué hacíamos? Era ya demasiado tarde como para poder charlar con alguien, y, además los duendes nos podían delatar en cualquier momento. el viejo duende, sonriendo levemente -era la primera vez que lo hacía, desde que lo pudimos ver en la luz violeta del mesón, dijo:
-No temas, Marqués; esta noche no seremos nosotros un problema para tí, incluso trabajaremos en equipo para intentar localizar esa emisora.
Y diciendo ésto, dió un salto y se introdujo en el bolsillo de mi camisa. En corazón casi se me paró, pues, a través de las generaciones, era la primera vez que un duende tomaba contacto con alguien del marquesado de Arenoso. Unos golpecitos de su mano en mi pecho me hicieron salir de aquel estupor; e, insistiéndome de nuevo, dijo:
-Tranquilo, Marqués. Esta noche será diferente a las demás.
A una señal suya, los otros duendes hicieron lo mismo que él, pero en el bolsillo de la camisa de Dorimisac. Y, de esta manera, los cinco nos encaminamos al pueblo.
No fué difícil. Uno de los duendes que acompañaban a Dorimisac pudo ver, desde el bolsillo de éste, un papel en el suelo que, aunque medio roto y arrugado, fué el que definitivamente nos sacó a todos de la duda. Aquel papel hacía alusión a la apertura de una emisora de radio en la Frecuencia Modulada, y situaba los estudios en la Casa de la Cultura. Dorimisac sacó el plano de Montoro y rápidamente localizó el lugar. Hacia allí nos dirigimos y, cuando llegamos frente a sus puertas, los cinco nos miramos; el duende viejo, sin pestañear, subió por una ventana, se agarró a un cable, y cuando quisimos darnos cuenta, estaba en el tejado. Al instante, las puertas de la Casa de la Cultura se abrían ante nosotros, por arte del duende.
-¿Veis qué fácil ha sido? -comentó-.
Entramos rápidamente y comenzamos a recorrer la planta baja.
-Esto no es una biblioteca; esto tampoco, son los servicios.
Subimos unas escaleras y Dorimisac dijo:
-Tras aquella puerta está.
La puerta sucumbió bajo los encantos de los duendes y, efectivamente ante nuestros ojos aparecieron las pletinas, los cascos, las cintas... Habíamos encontrado la Emisora de Radio Montoro. El duende vejo hizo una señal a los otros dos y éstos, sacando de unos pequeños morrales que llevaban colgados al hombro, unos cables, empezaron a probar cintas.
Aquí están, dijo uno de los duendes.
Y colocándonos todos, los cascos que pudimos encontrar, rápidamente empezamos a escuchar lo que se había emitido ese día. Pudimos comprobar que había registradas llamadas de teléfono de otros pueblos, por lo que dedujimos que la amplitud de la emisora se extendería a todos los pueblos del Alto Guadalquivir, cosa que a los cinco nos agradó mucho. Pero, en medio de nuestra alegría, Dorimisac, como siempre, frío y calculador, dijo:
-Está amaneciendo; tenemos que volver al Marquesado.
De manera que dejamos todo en su sitio y emprendimos el camino de regreso. Un camino que que en el Marquesado será recordado siempre, puesto que, el duende viejo, que resultó ser el mandatario de todos los duendes, hizo conmigo -el Marqués de Arenoso- un pacto en virtud del cual, nos repartimos todo el Marquesado y borramos todas las fronteras que teníamos; a la vez, fijamos un día a la semana para realizar alguna que otra cosilla que sirviera para introducir en las ondas, a través de esta nueva emisora de radio.
PARTE IV: ¿POR QUE NO NOS PUBLICAN?
No sabíamos que explicación podía
tener tan extraño fenómeno, pues hacia algunos días que habíamos mandado
nuestro escrito y, aunque en todo el Marquesado de Arenoso se sintonizaba el
104.8 de la banda de Frecuencia Modulada, desde las 9 de la mañana, hasta las
12 de la noche, no aparecía por ningún lado de las ondas referencia alguna a
nosotros.
De esta manera, y con un
Dorimisac haciendo hipótesis y conjeturas sobre lo que podría haber sucedido,
decidimos entrevistarnos con Sagor, el duende sabio que en nuestra anterior
andanza por Montoro conocimos; el cual fue el artífice de la paz que reina en
todo el Marquesado, entre mis vasallos y los duendes de Arenosillo.
Al atardecer, y cuando los
rigores del calor de nuestra tierra dan paso al embrujo de las noches
veraniegas, salimos del castillo, en dirección hacia la cueva de los duendes.
El camino fue tranquilo; un camino que solo algunos de nosotros y los duendes
conocen; un camino, que durante la noche aparece en la sierra, como si se
tratara de una estela luminosa bordeada de luces de los mas diversos colores y
formas; un camino que durante el día desaparece; un camino, en suma, que de ser
tomado por alguien que no cuenta con el beneplácito de los duendes, es un
camino que no lleva a parte alguna.
Sagor, retumbado sobre la
verde y fresca hierba que, a modo de alfombra aterciopelada, rodea todas las
entradas de la cueva, nos vio llegar, se incorporo y, antes de que pudiéramos
hablar nada, dijo:
-Os esperaba
Una vez mas quedamos
sorprendidos por la habilidad y sabiduría de aquellos hombrecillos.
-¿Cómo que nos esperaba?
–dijo Dorimisac-, que no lograba de manera alguna aceptar que aquellos
diminutos seres estuvieran por encima de los mortales, e incluso de nosotros
mismos, los habitantes del Marquesado de Arenoso.
-Nadie sabia que esta noche
os visitaríamos –continuó Dorimisac-
Sagor, con su sonrisa
peculiar, una sonrisa característica de
aquellos que saben a ciencia cierta la tierra que pisan, una sonrisa, por otra
parte, propia de su rango y estirpe, la de un jefe duende, respondió:
-Querido Dorimisac, o se nace
mortal, o se nace duende.; dentro de los mortales existen muchas variedades;
pero dentro de los duendes, todos somos iguales, todos tenemos almacenado en
nuestras diminutas cabezas el poder, la sabiduría, el hechizo o como lo queráis
llamar, de muchas generaciones; yo he nacido duende y las diferencias con los
mortales son claras. Yo sabia que vendríais esta noche, y aquí estáis. ¿No os
basta?
Dorimisac, algo cabizbajo y
confuso, no supo responder al duende que, rápidamente trató de aliviar la
situación algo tensa que se había creado y dijo:
-Nosotros tampoco hemos
podido escuchar nada a través de las ondas.
Esta declaración hizo que las
dudas que Dorimisac pudiera tener acerca de los poderes de los duendes quedaran
totalmente volatilizadas; pues la verdad era que nadie, aparte de nosotros,
sabía del motivo de nuestra visita a la cueva de los duendes.
-No entiendo -continuó Sagor-
cómo después de tanto tiempo de permanecer en el anonimato, sumidos en los
encantos de la serranía, vosotros, y en las tinieblas y la magia, nosotros,
ahora que nos queremos manifestar y dar a conocer nuestra existencia, no se nos
escucha.
El viejo duende denotaba un
cierto desencanto en su cara, fruto más bien de la incomprensión por parte de
los mortales, que por su hacer diario. Rápidamente intervine y le dije:
-Sagor, no te preocupes;
alguna explicación habrá para que esta oportunidad histórica que hemos
pretendido crear, no haya llegado a materializarse. Yo por mi parte he intentado,
a través de la secretaría general del Marquesado, ponerme en contacto con el
director de la emisora, cosa que hemos conseguido tras varias llamadas
telefónicas.
-¿Y qué os contó? –preguntó
un tanto nervioso y preocupado el duende.
-Nada que pueda alegrarnos,
respondí. Tras la última llamada, el director de la emisora le dijo a mi
secretaria que no emitiría nuestros escritos hasta que no nos identificáramos,
o bien alguna persona se pusiera en contacto con él, en representación nuestra.
-¡Eso es imposible!
.respondió uno de los muchos duendes que poco a poco se iban concentrando en la
puerta de la cueva, y que se encontraban expectantes ante nuestra conversación.
-Ya lo sé, es totalmente
imposible, querido hermano –respondió Sagor- Tened en cuenta, añadió, que a
través de los tiempos hemos vivido independientes en las tierras bajas de
Arenosillo, junto a nuestros vecinos del Marquesado, y jamás hemos tenido
contacto directo con las gentes de Montoro; ni siquiera saben de nuestra
existencia.
-¡Si no saben que existimos
los duendes! –intervino Pechabarre, otro de los duendes que, por la posición
que ocupaba junto a Sagor, debia de ser otro mandatario de aquellos seres
mágicos que transformaban las noches en algo maravilloso.
-Nosotros nos hemos manifestado
a través de nuestras andanzas, -continuó Pechabarre- en numerosas ocasiones
hemos dado sobradas muestras de nuestra existencia.
Sagor sonrió y dijo:
-Querido hermano; eso lo
sabemos nosotros; nuestra sabiduría y experiencia nos ha enseñado que las cosas
no ocurren como fruto del azar ni de la casualidad, sino que siempre hay algo o
alguien que las origina; pero, realmente, ¿crees que se lo podremos explicar
así a nuestros vecinos de Montoro? Ya debes saber, puesto que podemos leer el
pensamiento de los mortales, que pocos en Montoro piensan como nosotros ya que,
cuando encontramos a alguien con estas características, finalmente acaba siendo
un duende; por tanto, sinceramente no creo que podamos llegar ahora y decir que
esas innumerables cosas que han sucedido, originadas todas ellas por nosotros,
los duendes de Arenosillo, no son fruto de la casualidad.
Pechabarre, con un movimiento
de cabeza, nos dio a entender a todos que estaba de acuerdo con su jefe.
En ese momento y cuando todos
intentábamos buscar una solución que parecía no llegar nunca, Dorimisac, con la
solemnidad que lo caracteriza, intervino haciendo un nuevo razonamiento:
-Creo Marqués que nos estamos
apartando un poco de nuestro fin primordial. En nuestra última visita a
Montoro, junto a Sagor y dos de sus duendes,
pudimos comprobar la existencia de la emisora; y a través de nuestros
receptores hemos podido escuchar durante los últimos días las emisiones, es
decir, que la instalación y funcionamiento de la emisora es un hecho cierto. Lo
que ya no es tan cierto es que hayan emitido nuestros escritos, cosa que creo
no nos debe preocupar; en el camino hacia este paraje maravilloso he pensado
una posible solución al problema…
-Continúa –dijimos al unísono
Sagor y yo.
-Puesto que entre el vecino
Montoro y nosotros ha existido siempre esta desconexion, solamente rota por
alguna esporadica visita nuestra al pueblo,
yo propongo que semanalmente visitemos el pueblo y, anuestro regreso,
narremos nuestras experiencias por una emisora de radio que instalemos en el
Marquesado, y que emita solo para nosotros.
Sagor cortó a Dorimisac:
-Estupenda idea! Eso es lo
que haremos, y tu, Marqués, como erudito y mecenas de las artes y las letras,
podrás enviar tus escritos a la radio de Montoro, por si los emitieran, cosa
que no nos preocupará de aquí en adelante, ya que antes las emitiremos nosotros
mismos.
(2 envio, 15 de julio de 1990)
PARTE V
Era una noche más de verano;
la calima parece que cayera más fuerte que nunca. De vez en cuando, pero con
poca intensidad y frecuencia, un suave airecillo se movía hacia los que allí
reunidos agradecíamos estos pequeños favores de Eolo. Dorimisac, tranquilo y
relajado, secaba algunas gotas de sudor que en ocasiones, caían por su frente,
salpicando al libro de ajedrez que en esos momentos leía.
Por su parte Manele, Marquesa
por vía consorte, sujetaba entre sus manos varios folletos sobre aire
acondicionado, y barajaba la hipótesis de que algunas zonas del castillo se
dotaran de este nuevo invento para luchar contra los rigores del calor
veraniego.
Yo, el Marqués de Arenoso,
aunque no ausente de aquel lugar, no podía dejar de pensar en un hecho que
desde hacia unos días, no dejaba de rondar por mi cabeza. Incluso le había
comentado a Dorimisac que, si al día siguiente no teníamos noticias por parte
de los duendes, emprenderíamos un viaje hasta su cueva. Mi preocupación era
lógica, ya que en esta época del año, en la que los incendios forestales son
tan frecuentes, el peligro que acecha a los indefensos duendes es enorme.
Eran aproximadamente las once
de la noche y, desde mi posición privilegiada, bajo el parral que a modo de
parapeto, tenemos situado a la entrada del patio de armas, pude distinguir
entre el monte, dos pequeñas luces que a gran velocidad se movían de un lado a
otro, me incorporé y puse en alerta a los allí reunidos. Las luces se fueron
acercando y poco a poco pudimos comprobar que no se trataba de dos luces
cualquiera; eran dos luces esteladas. Sin duda alguna eran ellos, nuestros
amigos los duendes.
En breve Sagor y Pechabarre
cruzaban el umbral de la puerta principal del castillo. La alegría de nuestra
cara, por verlos de nuevo, no contrastaba con la pena de sus rostros;
rápidamente noté que algo grave estaba sucediendo.
-¿Qué ocurre, Sagor? Pregunté
al duende.
-No sabemos, -me contestó éste,
con una seriedad bastante notable en su semblante- precisamente -continuó- nos
hemos desplazado hasta su castillo para ver si tú o alguno de los tuyos nos
podría dar alguna información.
-Tú dirás, Sagor.
-Como vosotros sabéis, en
muchas ocasiones, algunos de nuestros duendes se desplazan hasta el vecino
Montoro para convertir en realidad los sueños que en las noches de verano
acechan a algunos de sus habitantes; andanzas que posteriormente son relatadas
a los nuevos duendes, hasta que adquieren digamos, su grado de
perfeccionamiento y pueden empezar a actuar por sí solos. Pues bien, hace
algunos días, y cuando nos encontrábamos en los alrededores de nuestra cueva,
celebrando una fiesta, pudimos escuchar unos ruidos muy extraños, con ritmos,
diría yo, hasta violentos. Esa noche, dos de nuestros duendes se habían
desplazado a Montoro y esperábamos ansiosos su regreso para que nos explicaran
el motivo de los extraños sonidos que habíamos podido oír desde nuestra cueva.
Los dos duendes regresaron
cuando casi despuntaba el alba; venían algo nerviosos y confusos e
inmediatamente empezaron a relatar que, a su vuelta a la sierra se encontraron
con algo inesperado: En lo alto de un montículo empezaron a ver unas extrañas
luces que, en un principio confundieron con una nave extraterrestre. Tras
estudiar la situación, y observar durante un buen rato, que la afluencia de
gentes al lugar era muy numerosa,
decidieron acercarse para observar más de cerca tan extraño fenómeno.
Parecía tratarse de un
castillo, pero las gentes que entraban y salían no eran soldados. Parecía, así
mismo, una nave extraterrestre, pero sus gentes eran mortales…en suma, era algo
extraño que nosotros los duendes, buenos conocedores de la sierra, no habíamos
visto hasta el momento.
-¿De qué se trata, entonces?
–Interrumpió Dorimisac-
-No sabemos –contestó Sagor,
algo confundido y un tanto nervioso, por no haber conocido algo que se
encontraba en su zona de influencia.
-Precisamente nos hemos
desplazado hasta el castillo del Marqués para ver si vosotros sabéis de qué se
trata –continuó Sagor-
Yo por mi parte, no podía
aguantar más la curiosidad que me invadía pues, aunque no había hablado nada
con nadie, sí que en mis aparatos sintonizadores de movimientos vibratorios,
hacía una semana que venía captando unos ruidos extraños durante la noche y
madrugada…
-Creo –intervine- que la
mejor forma de enterarnos de la causa de tan extraño fenómeno es la de
desplazarnos hasta el lugar de los hechos.
Todos los presentes aceptaron
rápidamente mi propuesta; y, cuando pasaba en pocos minutos la medianoche, de
nuevo Sagor, Pechabarre, Dorimisac y yo, el Marqués de Arenoso, nos encontramos
inmersos en una nueva aventura ligada al pueblo de Montoro…
La impaciencia e
incertidumbre de Sagor hizo que en un corto espacio de tiempo llegáramos. De
esta manera, Dorimisac y yo participamos al menos por poco tiempo, de uno de
los secretos más maravillosos de los duendes: el poder desplazarse de unos
lugares a otros a velocidades vertiginosas, sin poder ser vistos por nadie.
Pues bien, de esta manera nos encontrábamos en los aledaños del Algarrobo; ya
desde allí pudimos ver un constante fluir de coches que iban y venían, motos
que sorteaban los numerosos obstáculos que para sus diminutas lucecitas suponen
la noche y la sierra, e incluso muchos mortales que, a modo de vía crucis, unos
a través de lo abrupto del terreno o de romería, por la carretera, otros, a
juzgar por la juerga que llevaban, hacían el camino a pie, entre nubes de polvo
que al pasar levantaban los vehículos a motor.
Tras una mirada y análisis rápido
de la situación, se nos planteaba el problema primordial: ¿Cómo entraríamos en
aquel lugar, sin ser descubiertos? Dorimisac, precavido donde los haya, sonrió,
señalando a su mochila:
-Marqués, no le des más
vueltas a la cabeza, dijo. Yo tego lo que necesitamos.
Inmediatamente sacó dos
pantalones vaqueros y dos camisetas, que ambos nos pusimos a la mayor brevedad
posible. Y así, cada uno de nosotros, con un duende en el bolsillo de nuestra
camiseta, emprendimos el camino hacia tan extraña morada.
-Es un castillo, -decía
Sagor-
-No, yo creo que es una
posada, -respondía Dorimisac-
De esta manera y haciendo las
mas raras conjeturas e hipótesis, nos encontramos de pronto ante la grandiosa
escalinata que daba acceso al lugar. A la entrada, dos fornidos guerreros,
armados hasta los dientes, repasaban toda la anatomía de los que allí entraban.
Nosotros, como cualquiera de los presentes, pasamos sin levantar ningún tipo de
sospecha.
Un enorme árbol, a semejanza
de los que se colocan por Navidad, a juzgar por las luces que se encendían y
apagaban, era el eje central de aquel inmenso patio de armas; ya que, aunque no
lo fuera, por lo que pudimos comprobar más tarde, en un principio pensamos que
se trataba de una fortaleza. Al pie del árbol la gente se agrupaba y bailaba al
ritmo de los sonidos estridentes que salían de unas cajas de música; fue
entonces cuando pude ver la cara de Sagor que, aunque escondido en el bolsillo
de Dorimisac, de vez en cuando se asomaba para ver lo que allí sucedía; y, como
digo, la cara le iba cambiando por momentos. Yo pude comprender que el motivo
no era otro que el que la tranquilidad se iba apoderando de su pequeño cuerpo
de duende; y que poco a poco iba desterrando la idea de los sonidos extraños y
las raras visiones que habían tenido sus dos compañeros, ya que, como pudimos
comprobar, allí los mortales lo único que hacían era divertirse. Precisamente
en nuestra presencia, pusieron en marcha un extraño artefacto que asemejaba una
de las vacas que tranquilamente pastan en nuestro castillo, la cual mediante un
sistema de radio control, ponían en movimiento, con una persona sobre su lomo,
que hacia las delicias del jinete y del publico en general.
Pechabarre, asomando su
entrecejo por encima del paquete de ducados que llevaba en el bolsillo de la
camisa, soltaba grandes carcajadas cada vez que uno de aquellos mortales caía
de la vaca.
-Vamos a un lugar apartado,
Marqués. Me dijo.
Sagor, viejo y sabio duende,
apostilló:
-Ten cuidado, no nos vayan a
delatar.
Con el duende en el bolsillo
de la camisa, me trasladé a uno de los rincones más oscuros del lugar. Y, tras
sacar a Pechabarre del bolsillo, de un salto se fue al suelo, para, en
fracciones de segundo, transformarse en uno más de nosotros. Quedé helado,
petrificado, pues era la primera vez que veía transformarse a un duende.
-Vamos, dijo Pechabarre.
En esos momentos, las cajas
de música anunciaban que la persona que más aguantara encima de la vaca tendría
un premio. Pechabarre, sin pensarlo dos veces, se encaramó encima y empezaron las convulsiones del animalito
mecánico. Las cara de los presentes fueron palideciendo, a medida que iba
pasando el tiempo; nadie, a parte de mosotros sabia la causa de que el control
remoto que hacia moverse desesperadamente al animal, no fuera capaz de derribar
a Pechabarre. Paso el tiempo y Pechabarre gano el premio. Todos, o al menos la
mayoría de los presentes, querían conocer
al que hasta entonces había sido el único capaz de aguantar encima del
toro. En pocos momentos empezamos a conocer gentes no solo de Montoro, sino de
todos los pueblos de alrededor.
Ya para entonces, Sagor había
hecho lo mismo que Pechabarre; y transformados en cuatro mortales, nos
mezclamos con la masa. Y fuimos, al menos esa noche, cuatro mas, que pasamos
desapercibidos en aquel lugar, que en un principio nos había resultado tan
raro, y que a nosotros, con unas cosas y con otras, , nos hizo retrasar nuestra
vuelta al castillo hasta bien entrada la madrugada. Por cierto que con una gran
alegría y encanto, no producidos por los duendes, sino al parecer, por esas
bebidas de color oscuro, casi negro, que los mortales toman en vasos largos y a
las que llaman cubalibres…
(envio 3- 9/8/1990)
PARTE VI
Eran aproximadamente las cinco de la mañana, cuando convertidos, o más bien reconvertidos en mortales, enfilábamos la Avenida de la Estación; omentos antes, habíamos bajado de un tren normal.
El viaje había sido largo y cansado. No en vano, el lugar que habíamos ido a observar se encontraba a muchas leguas de nuestro Marquesado.
Durante el viaje, Sagor no dejó ni un momento de dar vueltas a su cabeza y de repetir que no entendía por qué aquellas cosas tenían que suceder. Otro tanto de lo mismo ocurría con Dorimisac, quien repetía una y otra vez, que vivíamos en un mundo aún tercermundista; que aquello parecía mas bien de nuestra época, o mejor aún, de la época de nuestros antepasados, cuando los problemas de las tierras se dilucidaban a golpe de batalla...cuando la ley del más fuerte y que más guerreros tenia, era el que imponía su razón, su criterio. Porque, como tantas veces pasó, a lo largo de la historia, por no sentarse a razonar, dialogar y discutir los problemas, se acaba como el rosario de la aurora.
Estábamos ansiosos por llegar, pues eran muchos los días que habíamos estado ausentes del Marquesado, y queríamos conocer cuanto antes los hechos más importantes que se habían sucedido en Montoro. En esta ocasión no nos había acompañado Pechabarre, pues se había quedado a observar los movimientos de Otiboce, a la vez que procurar que su re-inserción y adaptación sucediese de la manera más normal posible.
Cuando salimos de la zona de la estación del ferrocarril, entramos en el Realejo y, por fin, al fondo, nuestra querida Sierra. Nos llamó poderosamente la atención que aquellas luces, que días pasados nos hicieron suponer que seres extraterrestres se habían situado en la zona del Algarrobo, ya no estaban. Comprendimos, de inmediato, que el estío estaba dando paso al otoño, motivo por el cual, aquella especie de posada al aire libre, en la que incluso nosotros habíamos estado, ya se encontrara a estas horas cerrada.
A la altura del Pilar de las Herrerías, no tuvimos más remedio que parar y observar la majestuosa belleza del Puente, la esbeltez y sobriedad de la Torre la inmensidad de la obra arquitectónica de las casas apiladas sobre las laderas del Río. La noche estaba exultante; desde allí, y gracias al suave airecillo que corría, se podía respirar la tranquilidad más absoluta, la libertad sin recortes y la relajación más profunda; incluso, por un momento, nos olvidamos del sitio de donde veníamos, yéndose por un momento de nuestras cabezas la enorme cantidad de interrogantes que traíamos de aquellas tierras lejanas.
¡Despertemos! -dijo Sagor- Debemos continuar nuestra marcha hasta llegar al Marquesado.
Y así lo hicimos. Dorimisac apuró su cigarro y los tres emprendimos la marcha. De nuevo, las mismas preguntas surgían de mi mente y de nuevo, sin encontrar respuesta.
Sagor me miró y me dijo: -A mi Marqués, me pasa lo mismo.
Aquello fue extraordinario. Era a segunda vez que el duende se comunicaba telepáticamente con mi cerebro. Y, por más vueltas que le doy, tampoco encuentro causas justificadas, para que se haya llegado a esa situación.
Tras atravesar el Puente, de inmediato nos adentramos en la Sierra, y, sin darnos cuenta, ni Dorimisac ni yo, Sagor tomó su aspecto normal de duende y dijo:
-Dejaros llevar...
Automáticamente, nuestros cuerpos, en un pequeño levitar, , se alzaron algunos centímetros del suelo, y, llevados por el duende, emprendimos el camino, bueno, más bien que el camino, la estela de la cueva de los duendes. Al momento nos encontramos ante el paradisíaco entorno que supone la cueva de los duendes; un lugar donde el tiempo parece no pasar, donde las alegrías ocupan el lugar de las penas, y donde la naturaleza se ha recreado, dando la forma más perfecta incluso a la piedr más insignificante.
Pechabarre nos esperaba.
-Hola a todos! ¿Qué tal el viaje por Kari?
Sagor, tomando la palabra de inmediato, dijo:
-Una pena, querido Pechabarre. Nuestros hermanos los duendes de aquella parte del mundo, no saben qué van a hacer con estas gentes que, junto a sus ideales, viven anclados en el pasado, no son de este tiempo; el problema es bastante complejo; pero ya entraremos en detalles, Ahora relátanos tu qué ha ocurrido en nuestra ausencia.
Pechabarre, sonriendo, me miró y dijo:
-Buena la hemos liado, Marqués.
Dorimisac me miró, sorprendido, y yo hice lo mismo con Sagor. No teníamos ni idea de lo que estaba diciendo el duende.
-Durante el tiempo que habéis estado en ese largo viaje -continuó Pechabarre- Radio Montoro ha sacado en antena dos de los cuatro envíos que hemos relaizado; y no os podeis imaginar la cantidad de duendes y marqueses que están apareciendo entre los mortales de Montoro.
-¿Cómo dices? -interrumpí a Pechabarre- que seguía sonriendo.
-Sí, Marqués. nuestro amigos, los mortales de Montoro, parece que han desencadeado la búsqueda por todas partes del Marqués y los duendes, y cualquier clase de razonamiento es bueno para señalar a un marqués o a un duende; incluso, muchas personas dicen conocer nuestra cueva.
Sagor también empezó a sonreir y, con voz serena y mordaz, apostilló:
- Es natural. Desde siempre los mortales han intentado buscar justificaciones a todo y, cuando no las encuentran, es cuando sale a relucir la casualidad, la suerte y otra serie de hechos que nosotros sabemos que no son asi.; somos nosotros, los duendes de Arenosillo, quienes hemos pretendido que fuera de ésta o aquella manera... por eso es lógico que, ahora que hemos intentado acercarnos un poco mas a nuestros vecinos, se quiera buscar entre ellos mismos al mismísimo Marqués o a cualquiera de nosotros. Aunque es compleja de entender nuestra existencia, sí que es fácil comprender la posibilidad de que realmente existamos.
Por aquel entonces, la vida en la cueva de los duendes se había paralizado, y todos escuchábamos con enorme atención a Sagor.
-Nosotros -continuó Sagor- somos duendes, porque hemos pretendido, con todas nuestras fuerzas; no es difícil ser duende; vosotros mismos conocéis a muchos que, tras vivir en nuestra comunidad, luego se han marchado; incluso algunos, como nuestro amigo Otiboce, han regresado y, por el momento, pretenden adaptarse de nuevo a nosotros. Indudablemente, todos los mortales son, potencialmente duendes, y no es extraño que algunas de las características que nosotros tenemos coincida con alguna de las de ellos; por eso, probablemente, este haya sido el motivo de que en los últimos días aparezcan duendes y marqueses por todos los rincones de Montoro.
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En este punto de la historia, me gustaría pedir a los lectores que comenten qué recuerdan, si es que conocieron los inicios, o que dejen sus comentarios sobre lo que piensan de la Radio, de su utilidad, y radio montoro en particular, si la escuchan, si les gusta, si cambiarían algo....Puede ser interesante el debate. Podéis dejar el comentario aquí, o bien el el grupo Eres de Montoro.
Gracias.
No os perdáis el siguiente capítulo.
CONTINUARA......
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